De nuevo nos topamos, y por las mismas razones apuntadas a propósito del cuerpo, con la indefinibilidad de otra protopalabra: alma. Sólo que aquí la dificultad se incrementa con motivos específicos: autores como Popper, Eccles, Zubiri, Pesch, etc., que defienden la idea, prefieren usar otro término para denotarla: conciencia, mente, psique, espíritu… Y ello porque el abuso del vocablo alma ha deteriorado el concepto, comprometiendo su credibilidad.
Con todo, la idea (sea cual fuere la voz con que se designe) es insustituible para la teología, habida cuenta de que con ella se expresan y tutelan —como se verá luego— una serie de mínimos antropológicos innegociables para la fe cristiana. De hecho, en el decenio de los ochenta asistimos a una espectacular recuperación del concepto, tanto en la teología católica como en la protestante. Se afirma que «hoy todavía… la palabra alma también para la teología es irrenunciable», o que «la renuncia al concepto de alma o la reserva ante él» son «una injustificada automutilación de la teología».
Con este concepto, en efecto, la antropología cristiana trata de significar, por de pronto, la absoluta singularidad del ser humano y su apertura constitutiva a Dios. El hombre vale más que cualquier otra realidad mundana, dista cualitativamente de lo infrahumano; así lo certifica la categoría bíblica imagen de Dios. Pero si esto es así, si el hombre vale más, ¿no tendrá que ser más?. La afirmación axiológica demanda, para poder sostenerse, una afirmación ontológica; el plus de valor ha de estar apoyado en un plus de ser. El concepto de alma recubre, por tanto, una función tutelar (implica «una verdad operacional», decía Monod), función que a su vez conlleva un momento óntico, sin el que los datos registrables en torno al hecho humano resultarían incomprensibles o sufrirían muy severas amputaciones.
[…]
… «Que el hombre sea alma significa… que en virtud de su naturaleza creada está en grado de encontrar a Dios, de ser para Dios un ser uno, …como Dios mismo»; «el espíritu es ese aspecto de la naturaleza humana por el que el hombre debe aprender de Dios cuál es su destino»; «el espíritu humano es participación recibida del espíritu de Dios». Esta idea existencial-soteriológica de lo humano como capacidad de referencia a lo divino (refrendada por el Vaticano II, GS 12,14) sería incomprensible si se dijese que el hombre es, no ya cuerpo, sino sólo cuerpo, silenciándose su ser alma (o espíritu).
De otro lado, y en términos ontológicos, por alma hay que entender al menos el coprincipio espiritual del ser uno del hombre. La diversidad funcional, estructural, cualitativa, del ser cuerpo, propia del hombre, está exigiendo una peculiaridad entitativa, ontológica, del mismo ser hombre: «un quid superestructural», «un principio esencialmente transestructural y transorgánico». Debe notarse, de todas formas, que la concepción dialógico-teologal, antes señalada, del alma y la conceptuación ontológica no se oponen; aquélla sería difícilmente sostenible sin ésta. Si, en efecto, se dice que el hombre es alma o espíritu «por su radical referencia a Dios» o porque «haya sido llamado por Dios… a contemplarle cara a cara», la cuestión no se resuelve, se desplaza. Pues cabría instar: ¿y por qué Dios llama al hombre y el hombre capta esa llamada de Dios, y nada de todo eso ocurre con ninguna otra criatura mundanal? ¿Qué hay en el hombre que lo hace —sólo a él— idóneo «oyente de la palabra»? (Rahner).
Por lo demás, Popper señala sagazmente que una situación análoga se registra en lo tocante al concepto del hecho de que no se sepa decir qué es no infiere que se deba decir que no es (El yo…, 116).
La dimensión teologal, en suma, reclama la misma apoyatura ontológica que antes veíamos reclamada por la afirmación del valor del hombre. Es, pues, no sólo lícito, sino ineludible, entender por alma el momento óntico transmaterial (irreductible a los momentos fisico-químico-biológicos) de la realidad humana, que funda objetivamente el valor del hombre y su capacidad teologal (dos caras de la misma moneda, como se verá en el próximo capítulo). [*]
Hechas estas acotaciones previas, podemos ya abordar, como se hizo antes respecto al ser cuerpo, una descripción fenomenológica del ser alma. Para ello, nada mejor que retomar los tres primeros rasgos con que caracterizábamos el cuerpo que el hombre es, completándolos dialécticamente. El hombre en cuanto alma es:
a) Ser mundano en la forma de la trascendencia respecto al mundo. El hombre es-en-el-mundo (es cuerpo) trascendiendo el mundo y la materia; se percibe a la vez como mundano y frente-al-mundo, de modo que él y el mundo nunca forman un «nosotros». Esta mundanidad trascendente se refleja ya en el nivel biológico: el hombre tiene (está abierto a) todo el mundo, mientras que el animal tiene medio especializado, circunmundo, mas no mundo. «Para la ardilla no existe la hormiga que sube por el mismo árbol. Para el hombre no sólo existen ambas, sino también las lejanas montañas y las estrellas, cosa que, desde el punto de vista biológico, es totalmente super- flua». El hombre, ser mundano, capta los objetos que constituyen su mundo sin dejarse captar por ellos; esos objetos son como un horizonte móvil que se desplaza indefinidamente sin que el sujeto humano descanse nunca en él. «Su modo de implantación en la realidad no es formar parte de ella…, sino que es otra cosa: es un modo de realidad absoluto», es decir, suelto, no-ligado.
El reflejo psicológico-existencial de esta mundanidad trascendente es lo que Gehlen ha llamado «el plus pulsional» del hombre, su ¡limitación, su capacidad para tender a todo el bien y toda la verdad, sin contentarse jamás con bienes o verdades parciales [**]. Cualidad que emerge vivencialmente en la experiencia constante e irrebasable de la insatisfacción; el ser humano es el único animal endémicamente insatisfecho. O dicho en términos teológicos: el ser humano es el único ser vivo capaz de esperanza. El animal está perfectamente ajustado a su nicho ecológico —a su circunmundo—, no siente necesidad de rebasarlo, porque se acopla exactamente a él. El hombre, no; hay un desajuste crónico entre él y su mundo que le impulsa a trascenderlo, en vez de reposar sobre él.
En suma: «el hombre se experimenta inseparablemente como ser en el mundo (por su corporeidad) y como ser frente al mundo (por su espiritualidad)». Seguramente por esto, un partidario de la llamada bioantropología —o comprensión biológica de lo humano— confiesa que «este algo, llamado homo sapiens, escapa no sólo a una definición esquemática, sino también a una definición compleja».
b) Ser temporal en la forma de la trascendencia respecto al tiempo. El hombre es en el tiempo (es cuerpo) trascendiéndolo, comunicándole una pulsación peculiar que obliga a distinguir el tiempo físico del tiempo vivido (Bergson) o encarnado. Y también aquí nos topamos nuevamente con un reflejo experiencial de esta temporalidad trascendida en los fenómenos —aparentemente banales— del aburrimiento y de la impaciencia. Ambos son específicamente humanos, dado que sólo el hombre —y no el animal— tiene tiempo, dispone o pretende disponer de él, en vez de sufrirlo pasivamente.
¿En qué consiste el aburrimiento? En la percepción de un tiempo sin devenir y sin meta, detenido y convertido en pura nada. El aburrido pugna por «matar el tiempo»; la sobrecogedora expresión castellana apunta a una tal pretensión humana de dominar el tiempo que conduce a querer aniquilarlo, porque le sobra.
En el extremo opuesto se sitúa la impaciencia, sensación de que falta (y no sobra) tiempo. También el impaciente pretende manipular su tiempo, mas no para matarlo, sino para apresurarlo. Si al aburrido le resulta insufrible un tiempo sin devenir, al impaciente le acucia un tiempo que deviene demasiado lentamente. Pero en las dos tesituras se da el mismo denominador común: como no hay un ajuste perfecto entre hombre y mundo, tampoco lo hay entre hombre y tiempo; lejos de soportarlo en su pura facticidad, el ser humano es-en-el-tiempo modelándolo creativamente, acuñándolo a su medida, disponiendo de él según el talante con que lo asume en cada momento.
Otro hecho significativo delata el carácter singular de la temporalidad humana: el tiempo vivido se sustrae a la fugacidad del tiempo físico; la sucesión implacable de instantes puntiformes y homogéneos cobra espesor y densidad. El pasado se coagula y se conserva en la memoria, que no es mero recuerdo, sino el conjunto de opciones tomadas que han creado la situación en que cada cual se encuentra con sus posibilidades; el futuro se anticipa en el proyecto y, en forma de por-venir, convoca a la decisión y dinamiza el presente; el tiempo deviene en el hombre historia, proceso unitario articulado y finalizado. El es el ser capaz de estructurar su tiempo de modo que todo instante vivido esté grávido de la posteficacia del pretérito y la preeficacia del porvenir.
De ahí le adviene además al tiempo vivido una peculiar elasticidad: los instantes que lo componen no son nunca iguales entre sí; están informados por una suerte de pulsación que los dilata o los comprime a resultas del temple psicológico predominante; una hora puede parecer un minuto o un siglo; el tiempo-cantidad reviste una cualidad humanizada.
En fin, la trascendencia del hombre respecto al tiempo emerge en la aspiración humana a instalarse en una definitividad a salvo de toda caducidad; el ser humano se sabe temporal y, con todo, se desea eterno. Con otras palabras, no se resigna a ser-para-la-muerte.
c) Ser mortal en la forma de la trascendencia respecto a la muerte. La mortalidad es, según veíamos arriba, una de las dimensiones del ser humano en cuanto cuerpo. Pero no es su último destino. Dios, en efecto, no lo creó para la muerte, sino para la vida. La fe cristiana espera, por tanto, en una victoria sobre la muerte, y la teología tematiza esa esperanza con ayuda de dos categorías: inmortalidad y resurrección. De la inmortalidad nos ocuparemos al final del capítulo; la resurrección se estudia en los tratados de escatología.
Baste por ahora advertir que ambas categorías requieren, so pena de resultar ininteligibles, una previa demarcación de la imagen de hombre con que operan. En efecto, «muerte», «inmortalidad», «resurrección», significarán algo completamente distinto según se parta de una antropología dualista o de una antropología unitaria.
En una antropología dualista, muerte es la separación del alma (inmortal) y del cuerpo (mortal) o, con otras palabras, la liberación del alma, que continúa existiendo sin verse afectada por la muerte, puesto que es inmortal por naturaleza. Con tales premisas, la resurrección se admitirá, a lo sumo, por puro formalismo o escrúpulo dogmático, pero sin que signifique mucho más que la devolución al alma de un aditamento exterior, sin el que podría pasarse perfectamente. En suma, la categoría clave es aquí inmortalidad: literalmente, no-muerte, negación idealista de la letal gravedad del morir.
En una antropología unitaria, por el contrario, muerte es, según vimos, el fin del hombre entero. Si a ese hombre, a pesar de la muerte, se le promete un futuro, dicho futuro sólo puede pensarse adecuadamente como resurrección, a saber, como un recobrar la vida en todas sus dimensiones; por tanto, también en la corporeidad. Lo que aquí resulta problemático es el concepto de inmortalidad; habrá, pues, que precisar qué se entiende bajo tal concepto en la antropología cristiana y qué relación existe entre inmortalidad y resurrección. En todo caso, está claro que la categoría cristiana clave, en el contexto de la esperanza en una victoria sobre la muerte, es resurrección, no inmortalidad.
Al término de estas consideraciones sobre el ser alma del hombre, hemos de reiterar la misma advertencia con que concluíamos nuestra reflexión sobre el ser cuerpo; se trata de una reseña sumaria, obviamente necesitada de ulteriores ampliaciones. Más concretamente, el concepto de alma aquí adelantado empalma directamente con la temática de nuestro próximo capítulo, que se ocupa del hombre como ser personal.